El
fútbol mueve montañas y sobre todo dinero. Crea ilusiones y las quita, provoca
alegrías y tristezas, engendra alabanzas y amenazas, hace que en ocasiones las
personas pierdan los estribos hasta puntos extremos. En Argentina, un país
donde el balompié “es más que una pasión, una religión”, se encuentran los
grupos de hinchas más conflictivos y violentos del mundo. Cada club tiene el
suyo propio y todos ellos se conocen como las barras bravas. Estas
organizaciones ilegítimas nada tienen que ver con el deporte, manchan el nombre
de los buenos aficionados por sus sucias actividades y producen la muerte media
de seis personas al año.
Para
todas las barras bravas –hooligans–
el fútbol es un medio de vida y hacen de éste una justificación para
extorsionar, poner y quitar entrenadores, coaccionar jugadores, amañar
partidos… en definitiva, para delinquir y hacer negocios. Hay barras bravas que
llegan a facturar 60.000 libras al mes e, incluso, se ofrecen a los políticos
como barreras antichoque en sus respectivos mítines. Política, sobornos, negocios
y violencia gratuita se entremezclan para crear una organización criminal de
difícil solución en el deporte rey. Mafia controlada por un jefe que a su vez
posee un grupo de fieles seguidores y un multitudinario ‘ejército’ raso que
hacen exactamente lo que el ‘director de orquesta’ les dice. Nadie le lleva la
contraria, ni siquiera los presidentes de los clubes se atreven a desbaratar
sus planes. El miedo aquí siempre está presente, como en tantos y tantos casos
de similitudes circunstancias.
“Defender
al equipo hasta la muerte” es la consigna que todo miembro de una barra brava
lleva inscrita a fuego en su cerebro dañado por el abuso de todo tipo de
estupefacientes. Por el club están dispuestos a morir y también a matar. Desde
que estos alocados extremistas comenzaron sus actividades, se han contabilizado
cerca de 300 fallecimientos y millones de heridos. Sin duda es un grave
problema al que, por desgracia, no se le da suficiente importancia. De hecho,
hasta el año 2000, tan sólo 16 casos terminaron en condena y la inmensa mayoría
sigue en libertad haciendo del deporte más conocido del planeta, una
organización criminal que nada tiene que envidiar al cártel mexicano.
Una
de las barras bravas más conocidas a nivel internacional es La Doce, la
hinchada radical del Boca Juniors de Buenos Aires. Esta organización, cuyo lema
es ‘el jugador número 12’ por el aliento que desde 1925 ofrece a su equipo, llegó
a ser catalogada como ‘la hinchada más popular del mundo’ por la International Federation of Football History
and Statistics (IFFHS) y sus cánticos, especialmente ‘Boca mi buen amigo’
fue considerado como un himno futbolístico por la Fédération Internationale de Football Association (FIFA). Sin
embargo, es una mafia desde prácticamente sus comienzos. En la actualidad, Mauro
Martín es el amo y señor de La Doce aunque en enero fue procesado por el asesinato
de un aficionado y permanece en la cárcel. Todos los líderes, Quique ‘el
Carnicero’, José ‘Abuelo’ Barrita o Rafael Di Zeo, han sido responsables directos
de la mayoría de las víctimas argentinas en los campos de fútbol y, también, de
una larga lista de estafas, extorsiones y negocios ilegítimos. A primera vista,
las barras bravas parecen simplemente aficiones muy fanáticas y devotas, pero
detrás de todo existe una importante red de criminalidad. Joaquín Sabina, por
ejemplo, decía en una de sus canciones: “Veinte años cosidos a retazos de
urgencias, disimulos y rutinas (…) los muchachos de La Doce más violentos,
cuando la junan, en La Bombonera (…) alguna vez le harán un monumento los de la
barra brava a mi Bostera”. El mismo cantautor español confesó que “desconocía
lo que hay detrás de la barra brava” y que “no volvería a escribir esa canción –Dieguitos y Mafaldas–, aunque simplemente
iba dedicada a una mujer argentina del Boca que me gustaba”.
Pero
La Doce no es más que una barra brava más. Solamente en Buenos Aires hay más de
30 estadios de fútbol, algunos situados a escasos metros de la cancha del
rival. Como por ejemplo, el caso del Racing Club de Avellaneda y el Club
Atlético Independiente, enemigos históricos, cuyas barras bravas se enfrentan,
primero en el campo de forma simbólica con sus ofensivos cánticos y banderas y,
posteriormente, en la calle como si de una batalla napoleónica se tratara. Absolutamente
todas las barras bravas de Argentina están perfectamente organizadas y, o bien;
se preparan para el ataque del rival, o bien; para la defensa. La organización
es tal, que las barras bravas pagan a la policía para que les escolten en el
tradicional recorrido en bus por las calles hasta el correspondiente estadio.
Lo lógico es proteger al ciudadano de este tipo de energúmenos pero lo
sorprendente es que es al revés. Y, también es curioso, que estos aficionados
extremistas entren al campo gratis, mientras que el resto paguen cifras
astronómicas para
poder disfrutar de un partido de fútbol en una zona en la que supuestamente se
está a salvo, aunque esto tan sólo es teoría. En la práctica, cualquiera puede
resultar herido y en contadas ocasiones, muerto.
Por
tanto, el fenómeno de las barras bravas es un grave problema pero tiene difícil
solución. Los clubes de fútbol sacan cuantiosas ganancias con todo ello. Son
redes muy complejas en las que están involucradas muchas personas de gran
importancia y a las que nadie puede tocar. Los muertos y heridos por las barras
bravas pasan desapercibidos, pero el color verde de los millones de billetes
que cada organización consigue al día, no. Así pues, parece misión imposible
pensar en la eliminación de este tipo de organizaciones. Como siempre se han
justificado en Argentina, ‘las barras bravas son un mal necesario’.