Es
un elemento químico de número atómico 16 y símbolo S, tiene un color y un olor característico
y sirve para la fabricación de fertilizantes, pinturas, neumáticos, papel
fotográfico, cremas para la dermatitis, bisutería, laxantes, pólvora, insecticidas...
una lista interminable. En efecto, se trata del azufre. Este no metal se
utiliza en una gran variedad de procesos industriales como la producción de
ácido sulfúrico para las baterías. Se encuentra en forma nativa en regiones
volcánicas como por ejemplo en la Isla de Java, Indonesia. Concretamente, en el
famoso volcán Kawah Ijen, donde unos cuantos mineros ponen diariamente en
peligro sus vidas por menos de 100 libras mensuales. Es decir, por un penique
por cada cubo extraído.
En
el conglomerado paisajístico de la mina se vislumbra un humo blanquecino y
viscoso que envuelve las almas de los allí presentes. Parece como si uno
estuviera dentro de una nube hirviente y algodonosa. Los terribles gases
sulfurosos abrasan las retinas, queman las gargantas y provocan la pérdida
temporal de la situación geográfica. La minería es una de las profesiones más
peligrosas que se pueden desarrollar y más aún cuando, en vez de carbón u otros
minerales, se extrae el azufre. La mayoría de los mineros del Kawah Ijen no
pasan de los 50 años ya que, actualmente, esta zona es considerada como la más
tóxica del planeta, pero dicen, que ganan el triple de dinero que ejerciendo de
profesores y así pueden mantener a sus familias.
En
la Edad Media los entendidos tenían la férrea convicción de que los volcanes
eran las entradas al Infierno y, probablemente, no se equivocaban. Indonesia,
donde se encuentra el Kawah Ijen, es uno de los países más poblados y
segregados del mundo. Aproximadamente cuenta con más de 17.000 islas
comunicadas por pequeños ferris que trasiegan las aguas del Pacífico y del
Índico. Además, esta conglutinación de islas está ubicada en la zona más
inestable del planeta Tierra, de hecho, la naturaleza quiso que en el 2004
murieran más de 12.000 indonesios en el catastrófico tsunami que todo el mundo
recuerda y del que hasta se han hecho películas y documentales.
A
pesar de ello, los indonesios no borran su sonrisa de la cara, una sonrisa
verdadera de quien tiene poco y necesita poco para ser feliz. De gente humilde
y trabajadora, de gente explotada por grandes empresas de la otra cara de la
moneda, de los países más desarrollados. En este país el salario no pasa de las
100 libras mensuales y, como es bien conocido, la mano de obra es la más barata
del continente asiático y, por tanto, del mundo. Con todo, parece que a los
indonesios no les importe demasiado, su vida es tan escabrosa que cuando llueve
ya son felices. Específicamente, para un minero del Kawah Ijen, la mejor de las
noticias es que las nubes choquen con los más de 2.200 metros de volcán y en
forma de precipitaciones oxigenen la caldera de óxido de azufre que los asfixia
diariamente.
El
parque natural donde se encuentra el enorme y activo volcán está bastante
abandonado por parte del Gobierno central. Allí se encuentran vastas
plantaciones de arroz, clavo, café y canela. Su color verde se entremezcla con
el color gris de las cenizas que el cráter escupe cuando se enfada y el viento
traslada a un ritmo discontinuo. Desde la falda, los turistas pueden subir
hacia una parte del volcán, aunque no es un camino recomendable. Hace dos años
un visitante francés falleció en el acto al despeñarse por la infinidad. El
camino de los mineros comienza a unos tres kilómetros de la cima por un sendero
que se va estrechando y empinando progresivamente. Estos infatigables
trabajadores regresan del mismísimo Infierno cargados con dos cestas de mimbre,
soportando sobre sus hombros más de 80 kilos del preciado no metal solidificado.
Así
pues, el volcán manda una ficticia advertencia de peligrosidad y el aspecto que
despierta no tiene nada que ver con la imagen idílica que desentraña Indonesia
en las postales turísticas de sol, playa y verdes y espectaculares montañas. La
continua humareda blanquecina que rodea al cráter obstaculiza la visión del
mismo y el olor a huevos podridos lo invade todo. Cuanto más se acerca uno al
punto fatídico, los ojos se van convirtiendo en dos pequeñas ollas a presión.
La mina no parece que sea un lugar en el que la vida exista, de hecho, no
existe un ápice de vida orgánica más allá de los envejecidos trabajadores. Ni
un árbol, ni un matorral, ni una hormiga, nada. Un paisaje apocalíptico propio
de un filme de terror.
En
el Antiguo Testamento, concretamente en el Génesis, se dice que cuando Yahveh
decidió destruir Sodoma y Gomorra lanzó contra ellas una lluvia de fuego y
azufre. Si aquello ocurrió, las ciudades bíblicas junto al Mar Muerto tendrían
un aspecto como el que presenta el Kawah Ijen. Los mineros no parecen temer a
la muerte o, al menos, no les queda otra opción. El camino hacia el cráter, con
la neblina ocre y el continuo desprendimiento de rocas, se hace tremendamente
complicado para la supervivencia. Los círculos infernales de la Divina Comedia
de Dante debían de ser muy parecidos, me imagino.
El
estado que de muerte que se vislumbra queda también perpetrado en un lago
cercano, en el que el agua contiene el PH más elevado que se conoce. Meter un
pie aquí provoca fuertes irritaciones en la piel, dejar la pierna dentro es un
suicidio y adentrarse por completo en él, puede disolver el cuerpo humano
entero. Los mineros, acostumbrados a la peligrosidad de la mina, pueden
aguantar minutos sin respirar mientras continúan su trabajo envueltos de gases
extremadamente tóxicos. Por tanto, estos hombres escriben día a día una
historia épica que seguramente se escapa de un esquema lógico.
Cuando
estos trabajadores ‘freelancer’ se alejan, en mitad de camino hacia el almacén
donde reciben el dinero, deben pesar aquello que transportan para evitar robos.
Es aquí donde deciden continuar o regresar de nuevo a la mina, sacrificarse durante
dos horas más para ganar una libra más. En muchas ocasiones no tienen más
remedio ya que, con una libra pueden alimentar ese día a un miembro de su
familia. La mayoría de los mineros no duermen en sus alejadas viviendas, sino
en unos cobertizos cercanos al volcán, llenos de chinches y otras alimañas. Al
menos, la lluvia diaria les desinfecta un poco y pueden descansar tras unas
jornadas de trabajo que no todo el mundo puede aguantar.
Una
vez que el azufre es entregado por lo mineros, las 13 toneladas de media que se
llegan a aglutinar en un día se transportan en camiones hacia la empresa, donde
se reparte ya empaquetado a los diferentes distribuidores y exportadores. Cerca
de allí, se encuentra la fábrica donde el no metal es de nuevo licuado en
inmensos fogones para separar la espesa lava del mineral en sí. Cada día las
diferentes empresas multiplican sus beneficios por 10 gracias al sudor de estos
pequeños héroes sin identidad. Un negocio espléndido, pero temerario. En los
últimos 30 años han muerto más de 100 mineros por cáncer de pulmón y de piel o
por ataques cardíacos, enfermedades comunes pero que, sin embargo, derivan
todas ellas de la mina.
La solución más sencilla
es a la vez la más complicada. ¿Por qué no mecanizar todo? La respuesta es
sencilla: la empresa no tendría tantos beneficios y los mineros se quedarían
sin el trabajo que les da de comer. Estas gentes son felices con lo poco que
tienen porque tienen, ellos son conscientes de la explotación a la que día tras
día se someten, pero la aceptan ya que hay otras personas en Indonesia que se
mueren de hambre sin poder hacer nada por salvarse. ¿Es posible sufrir tanto
para tan poco? Estos mineros demuestran que sí.