Se hacía llamar ‘el Nolano’ por
haber nacido y crecido en Nola, un pueblo cerca de Nápoles. También se hacía
llamar ‘el exasperado’ por la pasión con que defendía sus ideas frente a sus
contrincantes. Una figura desconocida por muchos y que, seguramente, tuvo una
importancia mucho más visible que la de otros grandes del siglo XVI. Giordano
Bruno fue un filósofo y se le puede catalogar como uno de los espíritus más
inquietos e indómitos de la Europa de su siglo.
El filósofo nació en 1548. Con 15
años viajó a Nápoles, donde ingresó en un convento de la orden de los
dominicos. Aquí, no tardó en causar revuelo por su carácter indócil y sus actos
de desafío a la autoridad católica. Sus gestos podrían catalogarse como
sospechosos de protestantismo, en unos años en que la Iglesia perseguía
duramente en Italia a todos los seguidores de Lutero y Calvino. Finalmente,
Bruno fue denunciado a la famosa Inquisición. Sin embargo, la acusación no tuvo
consecuencias y el filósofo pudo seguir con sus estudios.
Cuando Bruno ya era sacerdote y
teólogo fue germinando en su mente ideas extraordinarias a la vez que
atrevidas, que ponían en cuestión la doctrina filosófica y teológica oficial de
la Iglesia. Al igual que Copérnico, Bruno rechazaba que la Tierra fuera el centro
del universo, llegó a sostener que “vivimos en un cosmos infinito repleto de
mundos donde seres semejantes a nosotros podrían rendir culto a su propio Dios”.
De esta forma, como el teólogo no dudaba en mantener acaloradas discusiones con
sus compañeros de orden sobre estos temas fue acusado de herejía en 1575.
A partir de este momento, Bruno se
convirtió en un fugitivo que iba de una ciudad a otra con la Inquisición
pisándole los talones. Viajó por Roma, Génova, Turín, Venecia, Padua, Milán y,
fuera de Italia, entre otras ciudades, estuvo en Lyon, Toulouse, Ginebra,
París, Praga, Londres y Fráncfort. Gracias a sus ideas fue célebre en toda
Europa. El propio Enrique III se sintió atraído por su pensamiento y, aunque no
podía apoyar de manera abierta sus ideas heréticas, le extendió una carta de
recomendación para su traslado a Inglaterra.
En Inglaterra, Bruno estaba a
salvo, pero su ímpetu le pudo y su suerte cambió drásticamente. Hallándose en
Alemania, donde el protestantismo ya estaba implantado, el teólogo recibió una
carta de un noble veneciano, Giovanni Mocenigo, quien mostraba un gran interés
por sus obras y le invitaba a trasladarse a Venecia para enseñarle sus
conocimientos a cambio de grandes recompensas. En un momento dado, ya en
Venecia, Bruno quiso volver a Alemania, sin embargo, Mocenigo insistió en que
se quedara y, tras una larga discusión, el filósofo accedió a posponer su viaje
hasta el día siguiente.
Fueron sus últimos momentos de libertad.
El 23 de mayo de 1592, Mocenigo apareció con algunos gondoleros en su
habitación y le apresaron. El noble veneciano declaró en el juicio que
trabajaba para la Inquisición y que, efectivamente, había tendido una trampa a
Bruno. Éste pasó siete años encarcelado en la prisión de Roma, junto al palacio
del Vaticano. Cuando compareció ante el tribunal, Bruno era un hombre
totalmente demacrado, pero no había perdido un ápice de su determinación: se
negó a retractarse y los inquisidores, por orden del Papa Clemente III, le
ofrecieron cuarenta días para reflexionar, aunque se alargaron a nueve meses.
El 21 de diciembre de 1599 Bruno
fue llamado de nuevo por el tribunal, pero se mantuvo firme en su negativa a
retractarse. Giordano Bruno fue declarado hereje y se ordenó que sus libros
fueran quemados. Al mismo tiempo, la Inquisición transfirió al reo al tribunal
secular de Roma para que castigara su delito de herejía ‘sin derramamiento de
sangre’. Esto significaba que debía ser quemado vivo. Tras oír la sentencia
Bruno afirmó: “El miedo que sentís al imponerme esta sentencia tal vez sea
mayor que el que siento yo al aceptarla”.
Finalmente, el 19 de febrero de
1600, fue llevado al lugar de su ejecución, el Campo dei Fiore. La ejecución de
Bruno fue un espectáculo horroroso. Un testigo explicaba que “para aterrorizarlo
le habían preparado una gran pila de leños, carbón, astillas y diez carretadas
de alquitrán, y cubrieron al prisionero con esta sustancia de pies a cintura
para que no muriera demasiado rápido”. Para que no hablara a los espectadores
le paralizaron la lengua con un clavo. Cuando ya estaba impregnado de alquitrán
y atado al poste, un monje se inclinó y le mostró un crucifijo, pero Bruno
volvió la cabeza. Las llamas consumieron su cuerpo y sus cenizas fueron
arrojadas al río Tíber. Una de las miles de injusticias perpetradas por la
Inquisición. El asesinato de un hombre cuyas ideas fueron innovadoras y de gran
valor.
Fuente: PUJOL MARTÍNEZ, Elena.
2013. Historia: National Geographic. Número 113.